(un relato de la vida del quinto Imam, Muhammad ibn Ali)
Mustafá Rahmandust
El califa Abdulmalik, sentado en su trono, escuchaba atentamente a su ministro, que leía de pie, el registro de sus actividades. Cuando la lectura terminó, Abrulmalik meditó y luego tomó el registro a fin de leerlo con mayor precisión. Cuando lo hizo sus ojos se detuvieron en un símbolo marcado en el margen superior del mismo. Con el objeto de conocer su significado cambió varias veces la posición de aquella hoja de papel, pero no pudo descubrirlo.
Restando importancia al propio registro, sintió ansiedad por aclarar esta incógnita. Entonces preguntó al ministro: “¿Qué significado encierra el símbolo ubicado en el margen superior de este papel?” Como si recién lo hubiera descubierto, le respondió: “Su majestad, no los sé”. Con gran asombro, Abdulmalik le replicó: “¿Quieres decir que no conoces el símbolo impreso en tu hoja?” El ministro le echó un vistazo y dijo: “No, lamentablemente, no lo sé”.
El califa mandó llamar a otro de sus ministros. Este se acercó y le hizo una reverencia. Aquel le entregó la hoja de papel y le dijo: “¡Desentraña para mi el significado de esta marca!” Observó el símbolo con suma atención y luego de unos instantes, se aproximó más y acotó: “¡Que la salud sea con el califa! Permíteme ir en busca de alguien que sepa el latín”. Muy pronto se hizo presente allí un hombre que conocía aquel idioma. Abdulmalik le ordenó: “Tú, que conoces bien el idioma de los romanos, dime que representa esto”. Este le dijo: “Este es el símbolo del Cristianismo”.
De inmediato, muy encolerizado, el califa ordenó a sus hombres encarcelar a su ministro, quien sorprendido por esta insólita decisión del califa se arrodillo y replicó: “¡Oh su majestad! ¿Qué pecado he cometido para ser encarcelado?”, Abdulmalik enojado le respondió: “¿Y cuál pecado es mayor que este? Eres mi ministro, y en tu registro llevas marcado el símbolo de los cristianos de Roma”.
El pobre ministro pidió permiso para hablar y agregó: “Pero su majestad, yo no cometía un pecado, mis hombres lo compraron en el mercado y usualmente todos los papeles que se comercian en los mercados de Damasco llevan esa señal. Yo soy musulmán y no he cometido pecado alguno”.
Y aquella era una realidad, puesto que en aquellos días, eran los cristianos de Egipto los únicos que se ocupaban de trabajar en la fabricación de papel, e imitando a los cristianos de Roma, ellos colocaban el mencionado signo en el margen superior de las hojas. Estas eran enviadas desde allí hacia todas las ciudades de los territorios islámicos. En conclusión, la totalidad de los papeles que se encontraban en manos musulmanas, llevaban el símbolo del cristianismo.
Abdulmalik pensó que no era conveniente que en su país se usaran impresos con un símbolo ajeno. Es por ello que escribió una carta al gobernador de Egipto, ordenándole que los propietarios de las fábricas de papel, sustituyeran aquel símbolo por la frase “No hay otro dios más que Dios”. De acuerdo con su orden el símbolo fue sustituido y este hecho contentó a los musulmanes.
Abdulmalik, que sabía que los musulmanes no lo apreciaban y que pasaban por tribulaciones a causa de su opresión para con ellos, gracias a esta orden fue recordado como un gran califa. Poco a poco los nuevos papeles fueron distribuyéndose por todas partes y también llegaron a la corte de Roma.
El emperador cristiano poseía gran poder. A menudo enviaba abundante dinero a los cristianos fabricantes de papel en tierras egipcias. Cuando éste descubrió la sustitución, se irritó y rápidamente escribió una carta a Abdulmalik. La carta decía: “Los califas anteriores a ti hacían uso de esas hojas de papel y hace decenas de años que llevan el símbolo. Lo mejor sería que procedieras de igual modo que tus predecesores y ordenando suprimir la frase “No hay otro dios más que Dios”, vuelvas a colocar el símbolo primitivo”. El enviado romano (portador de la carta) se presentó en el palacio con valiosos regalos. El califa leyó la carta y le dijo al mensajero: “La carta que has traído no tendrá respuesta alguna. Llévate de regreso los obsequios y vete, no los aceptaré”.
De regreso en Roma, el enviado relató lo sucedido. Una vez más la autoridad de Roma reiteró el pedido, y envió una carta similar con otro mensajero, pero duplicando esta vez los obsequios. Abdulmalik no respondió la carta ni aceptó los regalos. El mensajero regresó a Roma. El califa era consciente de la fortaleza y el poderío del emperador romano y no deseaba provocar un altercado, pero tampoco podía desvalorizar la medida que había tomado. Todos conocían el evento. Si Abdulmalik se doblegaba ante la exigencia romana, perdería su prestigio.
La tercera vez, los obsequios fueron más valiosos y la nueva carta enviada, encerraba un contenido amenazador. Decía la misma: “Te he escrito amistosamente en dos oportunidades y te he enviado numerosos obsequios. No obstante, ni me has respondido, ni has aceptado mis regalos. Por última vez te envío mayores obsequios. Lo más conveniente será que los aceptes y que acates mi orden. Sólo así seguiremos manteniendo una relación cordial. De lo contrario ordenaré que sobre las de oro y plata se impriman ofensas e insultos hacia el profeta del Islam. Tú bien sabes que los habitantes de tu territorio comercian con romanas. Ten en cuenta, que los musulmanes se verán obligados a traficar con en las cuales se insulta a su propio Profeta”.
Esta tercera carta irritó al califa. Jamás hubiera previsto un hecho semejante. Las de Roma constituían el dinero de aquellos días. Toda la gente las utilizaba; ellas se encontraban en los bolsillos, en los mercados, en las casas y en las tiendas. Y si el Emperador llevaba a la práctica su amenaza, los musulmanes se sublevarían, pues todos necesitaban aquellas . El califa estaba realmente desconcertado. No sabía qué hacer. Si ordenaba restituir el símbolo primitivo, perdería su influencia y su prestigio. Y no permitir la entrada de las sería un peligro aún mayor para su poder y su gobierno.
Al mensajero no se le permitió, en esta oportunidad, volver de inmediato hacia su Emperador. Abdulmalik ordenó que se reunieran todos sus consejeros a fin de tomar una decisión conjunta y enviar una respuesta. Los grandes de Damasco y los consejeros de la corte se hicieron presentes y el problema fue planteado, pero nadie fue capaz de ofrecer una solución conveniente e inmediata. Las sesiones se extendieron unos días, pero no dieron resultado. El último día con gran temor, una alta personalidad se acercó al califa y respetuosamente le aconsejó: “Yo conozco alguien que con certeza solucionará esta cuestión. Usted lo conoce, pero no se si estará de acuerdo en comunicarle el asunto”. Abdulmalik interrogó: “¿Quién es él?” Le respondió: “Es el Imam Muhammad ibn Ali al-Baquir”.
Un gran silencio sorprendió a la sesión. Todos sabía que el califa era enemigo del Imam y todos conocía a Muhammad ibn Ali al-Baquir. Todos sabían que él era un gran sabio y por eso lo llamaban Baquir ul-Ulum –que abre la profundidad de las ciencias-. Ellos estaban seguros de que él tenía la solución. Abdulmalik se puso a meditar; él también sabía que el Imam tendría la solución, pero le resultaba muy difícil solicitar su ayuda. En diversas oportunidades, el califa había ordenado al gobernador de Medina mantener vigilados al Imam y a sus fieles.
Sin embargo, al cabo de un momento escribió una carta al gobernador de Medina, pidiéndole que enviara al Imam hacia Damasco, y lo tratara con toda reverencia y respeto. Días después el Imam hizo su ingreso a Damasco en medio de un gran recibimiento. El ya tenía conocimiento del asunto. Abdulmalik lo visitó y se lo planteó. El Imam le aseguró: “La amenaza del Emperador romano no llegará a la práctica. Ten la certeza de que Dios no le permitirá troquelar ofensivas al Profeta que sean distribuidas entre las multitudes. La solución a este problema es muy simple. Reúnan a todos los artesanos de Damasco, que yo mismo les enseñaré a acuñar .
Entonces, así se hizo. Luego el Imam determinó el peso, la medida y el valor de las . Además diseñó tres tipos. Luego ordenó que en una de sus cartas se escribiera el capítulo del Sagrado Corán “El Monoteísmo” (Siratul Ijlas), y en la otra el nombre del Profeta Muhammad. Esta orden llegó raudamente a otras ciudades. Los musulmanes entregaban las romanas a las autoridades y recibían a cambio islámicas. En ellas también estaban señalados el nombre de la ciudad y la fecha de su acuñación. El intercambio con dinero romano fue prohibido y desde aquel día las islámicas constituyeron el sólido dinero del extenso territorio musulmán.